Me levantó del sillón como si no pesara nada y con sólo una mano terminó de despojarme de mis bragas...

         Cuando logré escaparme de ese vahído, ambos estábamos en el suelo, sobre la alfombra, pálidos, con la respiración agitada y hechos un auténtico desastre. Mis bragas podía escurrirlas entre mis fluidos que las habían empapado desde dentro y los suyos que las habían regado bien. Mi vientre, mis piernas, los faldones de su camisa, sus pantalones y parte de la alfombra exponían las huellas de su tremenda corrida. Ni nos atrevíamos a movernos, al menos yo, avergonzada y sorprendida. Mi sexo palpitaba emocionado y, cuando disimuladamente lo toqué, lo encontré como ajeno, una vulva grande, chorreando y abierta que al tacto me respondía agradecida con calambres de placer que me llegaban desde los pies hasta el cuello pasando por los pechos y la boca. Me incorporé un poco y le di un suave beso en la nuca; subí luego hasta su oreja izquierda y terminé acariciando con mi lengua sus ojos y la comisura de su boca, sus labios, ahora gruesos y tersos.
- Nunca me ha ocurrido algo parecido.  Escuché que me decía casi en un hilo de voz.
- A mi tampoco, le contesté. Y nos quedamos en silencio.
         Probablemente nos dormimos allí mismo, pues cuando él me besaba suavemente despertándome, la habitación estaba en penumbra. Por la ventana entraba una luz tenue, quizás de una farola del patio de la Escuela, y unas sombras móviles, de algún árbol, imprimía un tono espectral al despacho. Me tengo que ir, dije en seguida, y me incorporé.
         - Espera, querida, no es tan tarde. Déjame quererte un rato, mimarte, y luego nos vamos.
         Me besó y me incorporó casi sin esfuerzo. Me bajó las bragas, me miró bien, Primero mi felpudo, tan negro y denso, tan grande que, como sabéis, siempre sorprende, y, luego, mi raja, directamente y de cerca. Había encendido una lámpara de pie y me había sentado en un sillón. Separó mis piernas, una en cada brazo, y me miró casi clínicamente todo. Tocó mis grandes ninfas, descapulló mi clítoris, indagó en mi ano separando los pelos que lo protegían y casi lo enterraban, olió intensamente todo, mi coño, mi culo, mis axilas, mi cuello... Yo estaba como nunca, cansada y sorprendida pero inmersa en un placer general que me anestesiaba. No sabía lo que quería, pero tenía claro lo que no quería: moverme de allí.
Al rato, se incorporó y comenzó a pasarme el capullo por la cara. Lo enterró en mi pelo y lo paseó por mi cuello, mis orejas, mi nariz, mis ojos. Dibujó mi sonrisa con él y abrió mi boca también con su punta. Lo retiró y me besó profundamente, metiendo su lengua hasta casi mi laringe. Cuando parecía me iba a faltar la respiración, la sacaba y aspiraba la mía con desesperación. me tocó masivamente, exhaustivamente, enfebrecida y concienzudamente todo mi cuerpo. Era como un ciego que palpaba cualquier rincón, cualquier pliegue, con meticulosidad de sabueso, como un escáner que tuviera que aprenderse todo un territorio para recordar luego cualquier detalle del mismo.
          De vez en cuando hacía que la tarea la llevara a cabo su polla, de nuevo dura y chorreante. Me fijé en ella. Era un miembro no muy largo pero grueso y con varias venas que lo surcaban de arriba abajo y atravesadamente. Una de ellas que desaparecía entre los pelos de la base y que comenzaba en la misma base del capullo, era como una variz tremenda y tensa, llena de sangre como el órgano al que pertenecía. Me levantó del sillón como si no pesara nada y con sólo una mano terminó de despojarme de mis bragas, que tenía enganchadas en mi tobillo izquierdo, por el expeditivo sistema de romperlas sin esfuerzo.
      Mientras me besaba me acercó a su mesa de trabajo y, a la vez que me tumbaba boca arriba en ella con una mano, con la otra barrió todo cuanto en ella había lanzándolo al suelo, incluyendo mi examen, las diversas carpetas de trabajo y el enorme flexo de bronce. Debía estar muy mal yo en ese momento pues me pareció que todo caía en silencio y como a cámara lenta.
Sobre la mesa, tendida y con mi enorme coño caliente dominando el paisaje general, me sentí como en sueño, como con una especial borrachera que me hubiera hurtado todo lo que no fuera sentir placer, por lo que toda yo era, en realidad, un saco pleno de deseo y percepción sexual. Me la metió bien a fondo, y tres que hubiera tenido me hubieran entrado igual. Tomó mis piernas y las colocó sobre sus hombros. Allí, de pie frente a mi y ensartándome con su hinchada y feroz lanza comenzó a moverse, primero lentamente y, luego, con intensidad salvaje a la vez que me gritaba como un poseso cosas que nunca he vuelto a escuchar. Reía como un loco para llorar inmediatamente después mientras me amenazaba de muerte o me imploraba misericordia, todo tan excesivo, tan locamente contradictorio, tan salvajemente auténtico y desesperado que creo me estuve corriendo sin parar durante más de una hora que duró aquella comunión. Mi espalda sangraba y su polla creo ya no eyaculaba semen sino lágrimas, babas y sangre, de tantas veces como se corrió, de tantos orgasmos, de tan torturada pero inexplicable y placentera locura.