Tres asignaturas de mi último curso me tuvieron aquel verano de 1984 apartada del mundanal ruido. Mi camarera preferida del bar de abajo, Cristina, atendía mis almuerzos y cenas y, aunque el Cibeles no era precisamente un templo para gourmets, mis necesidades en ese aspecto estaban más que cubiertas. Maru estuvo a mi lado casi todo el tiempo. Cuando, embotada, tenía necesidad de salir a respirar aire libre, ella también me acompañaba cumpliendo a rajatabla mis instrucciones de no permitirme ninguna locura que entorpeciera mi objetivo de terminar la carrera en septiembre. El sexo casi lo tenía dominado por mor del pánico a tener que permanecer un año más en la Escuela con algún fleco que no consiguiera superar en los inminentes exámenes. Por otra parte, Maru, a la que seguía queriendo insobornablemente, casi todas las noches me daba lo que mi naturaleza demandaba sin demasiada virulencia, es cierto, pero su cuerpo seguía siendo mío y el cálido y almizcleño olor de su abultado coño era un perfume recurrente y tranquilizador que me acompañaba generosamente cada noche cuando conciliaba el sueño. ¡Cuantas madrugadas me dormí aquel verano con la nariz pegada a su vulva reposando mi cara sobre el tupido felpudo de su vientre, o con mi mano encerrada entre las pareces de sus grandes labios, húmedos y latentes! Cristina, ya casi al final, cuando faltaban menos de diez días para mi primer examen, tomó la costumbre de quedarse con nosotras cuando subía la cena, ya tarde. Una noche se quedó a dormir y, cuando se desnudó y dejó ver sus axilas peludísimas, sentí como una revelación inesperada, casi como un golpe en el estómago que me tuvo inquieta más tiempo del que yo hubiera querido. Pero no era ese el momento de indagar en esa dirección. Ni siquiera sabía como 'respiraba' mi cariñosa camarera. Así que lo dejé correr y continué enfrascada en mi objetivo.
         El 28 de septiembre, justo un mes antes de cumplir los veinticuatro, recogí mi última papeleta con un notable: Dibujo y Diseño de 4º curso, un restillo envenenado que tenía a más de la mitad de la promoción detenida a pesar de haber aprobado el resto de las asignaturas de la carrera. Con la papeleta me entregaron en la conserjería de la Escuela un sobre cerrado del Departamento con mi nombre y la observación de 'confidencial' escrita en rojo en el ángulo inferior derecho. Cuando lo abrí encontré una hoja escrita a mano. "Enhorabuena por la calificación obtenida en esta materia. También por su recientísimo título de Arquitecto cuya solicitud debería cursar inmediatamente. Le ruego se persone en nuestro Departamento hoy mismo a partir de las cinco de la tarde". Y nada más. Solo el sello en color verde que tan bien conocía pues estaba en todos los pliegos de dibujo y folios de exámenes de esa asignatura. Por si las moscas, y siguiendo la consigna de la nota, pasé por secretaría y dejé formalizada .y pagada en una entidad bancaria cercana- mi solicitud del Título de Arquitectura. Ya podía presentarme ante mi tío, al que no veía desde mi aventura neoyorquina, aunque, naturalmente, ni un solo mes dejé de recibir con puntualidad exquisita la asignación que me permitía vivir y estudiar en Sevilla.
        
         Cuando llamé a la puerta del despacho eran las seis en punto de la tarde. El otoño sevillano, más un prolongado y dulce verano entibiado por el sol menos agresivo y las primeras ligeras lluvias, sacaba lustre a la ciudad, la limpiaba de la pesadez calurosa de los días pasados. Me sentía ligera y optimista, y aunque liberada, llena de preocupaciones y expectativas. Aquella noche tenía una fiesta. La verdad es que dos: una, a partir de las nueve, con el grupo de los que decíamos adiós a la Escuela que nos había acogido durante cinco o seis años. Terminaría en algún tugurio de música ordeñacerebros tras las cervezas y tapas de rigor que trasegaríamos indefectiblemente por el turístico barrio de Santa Cruz. La segunda era más íntima. Había quedado con Maru y Cristina a las 12 de la noche en el bar en que trabajaba ésta última, el Cibeles. Se lo debía, a ambas. Luego, mañana, llamaría a mi tío para darle la noticia. Pero por el momento este sentimiento de satisfacción era solo mío. A ver que me querían decir en ese Departamento Pesadilla al que entraba ahora. No entendía nada y, si acaso, tenía un pequeño sentimiento de temor sugerido por todos los años en que había sufrido por causa de las materias que impartía.
"Adelante", escuché. Y abrí la puerta. No estaba la administrativa pero de uno de los despachos, el único abierto, se me volvió a repetir la orden: "Adelante, adelante. Entra, Dana". Y así lo hice. Tras la mesa estaba el catedrático de Dibujo y Diseño, Juan de Dios. Un 'hueso' al que más de uno había sentenciado a muerte, que mantenía una importante bolsa de estudiantes pendientes y que no se 'casaba' con nadie. Inhumano, decían que era. Y ahí estaba yo, la  arquitecto recién terminada, vestida con un vestido ligero ante el inhumano, de gris claro y camisa negra sin corbata, con amplia sonrisa y señalándome el sillón que había delante de su mesa.
         -Tengo aquí tu último examen, Dana. Creo deberías echarle un vistazo. La verdad es que no has logrado más que un tres y eso con buena voluntad. Míralo, por favor...
Lo tomé, abrí las hojas, comprobé los cálculos y los dibujos y me quedé atónita. Efectivamente era un final mediocre, un examen que, corregido por cualquier otro profesor, hubiera podido obtener un cinco o un seis, pero que para este que me miraba ahora divertido, no llegaba ni al tres que me había puesto. Me quedé mirándolo. En silencio. Me sostuvo la mirada con benevolencia y me preguntó directamente que si yo sabía la causa por la que me había aprobado facilitándome así el final de la carrera y la confección de la memoria preceptiva y que en pocas semanas debería entregar para revalidar el título que había pagado esa misma mañana. Sentí que el calor me llegaba a la cara y me ponía roja. Me faltaban dos milímetros para ponerme a sudar o a llorar o ambas cosas a la vez. No sabía que hacer. Me levanté y me despojé de la pequeña chaqueta torera de punto verde que tapaba mis brazos. Los hombros al aire y el escote bajo del vestido de seda que llevaba me proporcionaron un momentáneo alivio. Pero inmediatamente recordé que eso pondría al descubierto el abundante vello de mis axilas e hice amago de ponérmela otra vez. Pero solo amago, porque al levantar el brazo para meterlo en la manga, el profesor, mirando fijamente la pelambrera que dejé a la vista me pidió con voz rara, como caída, que no me la pusiera, que me sintiera cómoda y que, precisamente a él le encantaba que las mujeres no se depilaran.
- Disculpa la pregunta tan directa, Dana, pero dime, ¿tampoco te depilas el pubis?
Sin reflexionar le dije que no, que me molestaba hacerlo. Casi en seguida se levantó de la silla en que estaba tras la mesa de trabajo y me pidió nos sentáramos en los sillones del discreto rincón de recibir que tenía en un ángulo del despacho.
- En ese caso, si no te importa, acompáñame a la zona de estar, querida, por favor.

Y dicho esto, se levantó, se desabrochó el cinturón y los pantalones, se bajó la cremallera y los dejó caer...

         Al levantarse pude observar la tirantez de su entrepierna. La polla, seguramente dura tras la persistente mirada a los pelos de mis sobacos, se hacía evidente tirando del pantalón en una forzada tienda de campaña que, aunque discreta era claramente perceptible.
Al ponerme en pie la seda de mi vestido quedó pegada a mis nalgas y aunque intenté alisarla rápidamente, no pude evitar que Juan de Dios se diera cuenta así como de que mis piernas habían quedado en su mayor parte al aire. Cuando me dirigía hacia uno de los sillones, el bulto de su pantalón era ya tan evidente que ambos sabíamos ya lo que estaba ocurriendo. Especialmente yo que, a la vez, sentía como mi vulva se empapaba y mi respiración, forzada, me ponía también en evidencia. Me senté, no obstante y, al hundirme en el mullido asiento, obligatoriamente dejé ver más de lo que me proponía y tanto como el profesor deseaba. Desde su sitio debía estarme viendo la sombra del vello que me salía por las braguitas en las ingles y, desde luego, el que salía por mis axilas así como mis pezones tiesos como cacahuetes. Por mi parte yo apreciaba ya en toda su magnitud el volumen del hueco en su pantalón y las probables dimensiones de su nabo. La situación era, cuanto menos, tensa e insostenible. Intenté cruzar las piernas pero el resultado fue, imagino, peor, porque dejaría ver ya mis muslos completamente y, me temo que, por la parte de abajo me vería ya directamente el vértice en que se encontraba mi vulva y mi ano peludos. No sabía que hacer. No las tenía todas conmigo, pero algo iba a pasar sin duda.
-Te diré algo, Dana. He seguido tu evolución con sumo interés, pues desde que llegaste a la Escuela me gustaste una barbaridad. Siempre te he deseado, pero tengo por norma no follar con mis alumnas. Y te ruego disculpes la forma tan directa de hablar. Por eso he decidido aprobarte. En realidad darte un notable, lo que evitará a cualquiera pensar que has conseguido superar esta asignatura por la benevolencia del profesor, lo que no me puedo permitir como podrás suponer. De esta manera, superando la situación de profesor-alumna que nos relacionaba, dejando de ser alumna mía, yo puedo ya decirte lo que siento. Y el que haya decidido hacerlo inmediatamente debería darte pistas sobre mis sentimientos y la urgente necesidad de comunicarme contigo que me invade. El definitiva, he querido crear cuanto antes la situación para que, si quieres, puedas darme lo que llevo ya casi cinco años deseando. No te he aprobado para cobrarte precio alguno, que quede claro. Me repugnaría. Aunque en el fondo ese aprobado inmerecido nos pone en el camino de plantear y de conseguir si así lo quieres lo que tanto deseo. Y, aunque me digas que no, al menos se ha producido la tesitura necesaria para podértelo pedir. Pues ya no podía aguantar más. Desde que volviste de Nueva York –y lo se porque te has encargado de que todo el mundo lo sepa- mi deseo se ha multiplicado furiosamente, hasta el punto de que pensando en este momento, en el día en que pudieras sentarte aquí con mi asignatura aprobada, casi no he podido dormir, ni comer, ni vivir. Te deseo tan rabiosa y absolutamente que he de advertirte de la posibilidad de que muera de placer en tus brazos si me aceptas o de que siga muriendo lentamente de deseo si no es así. Ahora mismo, y te lo diré sin ambages, mi polla está a punto de reventar y en mi mente so lo tengo un objetivo, sepultar mi cara en tus axilas y aspirarte mientras recorro tu cuerpo y compruebo la calidez acogedora de tu coño peludo antes de sepultarme en ti aunque ese sea el último gesto de vida que realice. De hecho, Dana, ahora voy a ponerme en pie y a desahogar mi polla de la presión de la ropa, a dejarla libre y que, al menos, sienta el hálito de tu presencia. Puedes irte si quieres que no voy a molestarte más, no voy a detenerte. Cuando te levantes y te dirijas a la puerta puedes hacer una de estas cosas, o irte sin mirar atrás, pues estaré calmando este ardor terrible mientras te miro alejarte, o cerrar la puerta con llave y volverte hacia mi para matarme de placer, para dejarme vivir lo que miles de veces he soñado.
Y dicho esto, se levantó, se desabrochó el cinturón y los pantalones, se bajó la cremallera y los dejó caer junto con los calzoncillos  de color azul oscuro. Ante mí, el fiero profesor que me aterrorizó durante años, el temido e inhumano responsable de nuestro futuro, me miraba dolorosamente serio aunque decidido y mostraba una verga enhiesta y palpitante al que le salía parte del glande húmedo a través de la abertura de su camisa. Sus huevos, oscuros y gordos caían como suave terciopelo en contraste con la violencia que proyectaba su verga.
Me levanté despacio. Era consciente de que mi ropa se había subido y de que al darme la vuelta para dirigirme hacia la puerta el espectáculo estaba asegurado. Pero lo hice con decisión. El profesor esgrimió su verga y la movió lentamente de delante hacia atrás retirando la piel del prepucio a la vez. Una rápida mirada me permitió verla en toda su altivez y apreciar la brillantez y tamaño de su capullo destilante.  Llegué a la puerta y lo miré:  allí estaba, desvalido en el fondo, con la mirada serena aunque implorante y moviendo su polla hambrienta. Retrasé intencionadamente mi decisión. De hecho abrí levemente  la gran hoja de madera barnizada a la vez que escuchaba un gemido ahogado. Ya no lo dudé pues mi vulva, también empapada, se hizo cargo de la situación de manera rápida y eficaz. Desde ese centro del mundo, de mi mundo, que era mi coño, sentí la orden perentoria y obedecí sin dudar. Dí dos vueltas a la llave y me volví. Lo miré fijamente. Me quité el vestido frente a él y me quedé en braguitas. "No te quites los zapatos y ven hacia mí", me dijo con voz ronca. Así lo hice. Ya no era yo, y me reconocí entre apesadumbrada y feliz. Las piernas me temblaban y sentía escurridizos mis muslos por la parte interior alta a causa del abundante y viscoso fluido que no dejaba de manar de  mi vagina caliente.
         Lo verdaderamente novedoso de todo el asunto es que el muy cabrón, tan en su sitio, tan comedido, tan hijoeputa y sorprendente seductor, había conseguido hacerme temblar y aún no salía de mi sorpresa. No me había fijado demasiado en él, siempre lo había considerado un cabrito imbatible, un incorrupto de cojones al que había que vencer con sus propias armas: la disciplina que impartía y la solución de los problemas de diseño que nos proponía en sus terribles clases y exámenes. Pero jamás pensé que tuviera polla y que llegar a arder en deseo. A ver si me explico, polla sí debía tener –bueno, la tenía, doy fe pues me tenía hipnotizada- pero que nunca lo ví desde ese punto de vista. De hecho acudí esta tarde un tanto de vuelta, con la latente agresividad de quien ya no teme nada pues está fuera del territorio temible que él controlaba. Y he aquí que me lanza un par de torpedos y consigue hundirme, como si conociera perfectamente mi lado débil, mi frágil línea de flotación.
         Cuando me acerqué a él, todavía en guardia aunque epilépticamente caliente en mi interior, no sabía en realidad que iba a encontrarme. Igual a un viejo profesor salido –bueno, viejo no tanto, aparentaba unos cincuenta o cincuenta y cinco (luego supe que tenía 64 y que había solicitado la prórroga laboral, lo que terminaría por convertirlo en emérito y sin plazo de jubilación)- o a un experimentado amante. No se, pero lo cierto es que cuando llegué a su lado, lo primero que noté fue su perfume, un aroma sutil pero seductor que no podía ser solo fruto de una colonia fuera de la marca que fuera. Al acercarme más, al aproximarnos mutuamente con la precaución y las reservas que el furioso deseo proporciona, comprobé que era su piel la que exhalaba ese perfume que me emborrachaba como un vino de Marsala. Luego, su sabor, tan especial, tan nuevo para mi. Nos besamos suavemente en los labios, como con miedo, pero a cada contacto, por muy suave y rápido que fuera, una verdadera sacudida eléctrica me noqueaba cortándome la respiración. El debía sentir lo mismo pues vacilaba suspirando y su polla, que golpeaba mi barriga, cerca del ombligo, se ponía en tensión y continuaba así mientras nuestros labios permanecían juntos. Luego abrió su boca y me introduje en ella. Mi lengua navegó como un barco en medio de marejada a través de una saliva dulcemente salada, acuosa y abundante. Cuando su lengua buscó la mía y la empujó hacia mi propia boca, su camisa y mis pechos quedaron empapados como si un vaso lleno se hubiera derramado entre nosotros. Estaba ya a punto de morirme cuando, sin separar nuestras navegadas bocas, destilando como nunca hubiera pensado tanto por arriba como por abajo, le agarré el duro miembro y lo apreté con fuerza. Y ocurrió lo increíble. A la vez que notaba como él se corría abundantemente mientras gritaba, suspiraba y gemía, yo misma sentí un orgasmo inmenso, profundo, único hasta entonces, especial y terrible, tanto que pensé moría allí tambaleándome. Abrí la boca como un pez fuera del agua y noté que me caía, que perdía el conocimiento. Me agarré a él y de ese momento no recuerdo sino que él también se tambaleaba y que no era capaz de auxiliarme porque a su vez también caía...

Me levantó del sillón como si no pesara nada y con sólo una mano terminó de despojarme de mis bragas...

         Cuando logré escaparme de ese vahído, ambos estábamos en el suelo, sobre la alfombra, pálidos, con la respiración agitada y hechos un auténtico desastre. Mis bragas podía escurrirlas entre mis fluidos que las habían empapado desde dentro y los suyos que las habían regado bien. Mi vientre, mis piernas, los faldones de su camisa, sus pantalones y parte de la alfombra exponían las huellas de su tremenda corrida. Ni nos atrevíamos a movernos, al menos yo, avergonzada y sorprendida. Mi sexo palpitaba emocionado y, cuando disimuladamente lo toqué, lo encontré como ajeno, una vulva grande, chorreando y abierta que al tacto me respondía agradecida con calambres de placer que me llegaban desde los pies hasta el cuello pasando por los pechos y la boca. Me incorporé un poco y le di un suave beso en la nuca; subí luego hasta su oreja izquierda y terminé acariciando con mi lengua sus ojos y la comisura de su boca, sus labios, ahora gruesos y tersos.
- Nunca me ha ocurrido algo parecido.  Escuché que me decía casi en un hilo de voz.
- A mi tampoco, le contesté. Y nos quedamos en silencio.
         Probablemente nos dormimos allí mismo, pues cuando él me besaba suavemente despertándome, la habitación estaba en penumbra. Por la ventana entraba una luz tenue, quizás de una farola del patio de la Escuela, y unas sombras móviles, de algún árbol, imprimía un tono espectral al despacho. Me tengo que ir, dije en seguida, y me incorporé.
         - Espera, querida, no es tan tarde. Déjame quererte un rato, mimarte, y luego nos vamos.
         Me besó y me incorporó casi sin esfuerzo. Me bajó las bragas, me miró bien, Primero mi felpudo, tan negro y denso, tan grande que, como sabéis, siempre sorprende, y, luego, mi raja, directamente y de cerca. Había encendido una lámpara de pie y me había sentado en un sillón. Separó mis piernas, una en cada brazo, y me miró casi clínicamente todo. Tocó mis grandes ninfas, descapulló mi clítoris, indagó en mi ano separando los pelos que lo protegían y casi lo enterraban, olió intensamente todo, mi coño, mi culo, mis axilas, mi cuello... Yo estaba como nunca, cansada y sorprendida pero inmersa en un placer general que me anestesiaba. No sabía lo que quería, pero tenía claro lo que no quería: moverme de allí.
Al rato, se incorporó y comenzó a pasarme el capullo por la cara. Lo enterró en mi pelo y lo paseó por mi cuello, mis orejas, mi nariz, mis ojos. Dibujó mi sonrisa con él y abrió mi boca también con su punta. Lo retiró y me besó profundamente, metiendo su lengua hasta casi mi laringe. Cuando parecía me iba a faltar la respiración, la sacaba y aspiraba la mía con desesperación. me tocó masivamente, exhaustivamente, enfebrecida y concienzudamente todo mi cuerpo. Era como un ciego que palpaba cualquier rincón, cualquier pliegue, con meticulosidad de sabueso, como un escáner que tuviera que aprenderse todo un territorio para recordar luego cualquier detalle del mismo.
          De vez en cuando hacía que la tarea la llevara a cabo su polla, de nuevo dura y chorreante. Me fijé en ella. Era un miembro no muy largo pero grueso y con varias venas que lo surcaban de arriba abajo y atravesadamente. Una de ellas que desaparecía entre los pelos de la base y que comenzaba en la misma base del capullo, era como una variz tremenda y tensa, llena de sangre como el órgano al que pertenecía. Me levantó del sillón como si no pesara nada y con sólo una mano terminó de despojarme de mis bragas, que tenía enganchadas en mi tobillo izquierdo, por el expeditivo sistema de romperlas sin esfuerzo.
      Mientras me besaba me acercó a su mesa de trabajo y, a la vez que me tumbaba boca arriba en ella con una mano, con la otra barrió todo cuanto en ella había lanzándolo al suelo, incluyendo mi examen, las diversas carpetas de trabajo y el enorme flexo de bronce. Debía estar muy mal yo en ese momento pues me pareció que todo caía en silencio y como a cámara lenta.
Sobre la mesa, tendida y con mi enorme coño caliente dominando el paisaje general, me sentí como en sueño, como con una especial borrachera que me hubiera hurtado todo lo que no fuera sentir placer, por lo que toda yo era, en realidad, un saco pleno de deseo y percepción sexual. Me la metió bien a fondo, y tres que hubiera tenido me hubieran entrado igual. Tomó mis piernas y las colocó sobre sus hombros. Allí, de pie frente a mi y ensartándome con su hinchada y feroz lanza comenzó a moverse, primero lentamente y, luego, con intensidad salvaje a la vez que me gritaba como un poseso cosas que nunca he vuelto a escuchar. Reía como un loco para llorar inmediatamente después mientras me amenazaba de muerte o me imploraba misericordia, todo tan excesivo, tan locamente contradictorio, tan salvajemente auténtico y desesperado que creo me estuve corriendo sin parar durante más de una hora que duró aquella comunión. Mi espalda sangraba y su polla creo ya no eyaculaba semen sino lágrimas, babas y sangre, de tantas veces como se corrió, de tantos orgasmos, de tan torturada pero inexplicable y placentera locura.

Aquella tarde fue una iniciación al terror a través del placer...


Juro por mi madre que nunca había experimentado nada parecido hasta entonces. Aquella tarde fue una iniciación al terror a través del placer, un recorrido al que no llegaba a ver el final y, lo que es peor, al que no me hubiera importado dar fin con nuestras propias vidas. No fue una pequeña muerte precisamente lo que viví, sino lo más parecido a la muerte real de la que me retornaba, reiteradamente, el latigazo de un nuevo principio de placer. Tantos retornos como orgasmos y, os aseguro que fueron muchos, muchos. Creo que si hubierais estado allí os hubierais aterrorizado. Volamos muy, muy alto. Tan alto que la eternidad nos rozó en algún momento con su frío abrazo. Afortunadamente pudimos volver.
No pude ir a ninguna de las dos fiestas. Cristina y Maru me esperaban en casa cuando llegué casi a las cuatro de la madrugada. Juan de Dios me había dejado con un taxi en la puerta. Cristina me bañó amorosamente y Maru limpió mis heridas de la espalda y de los pechos. También curó mi vulva, destrozada y puso un linimento en mis hombros mis brazos y mis caderas. Me acostaron y se quedaron en la cama de la habitación de al lado. Cuando me desperté, al día siguiente por la tarde, ambas seguían allí, dormidas y abrazadas. También ellas supieron captar algo de la magia que mi cuerpo les mostró a través de sus magulladuras. Y la disfrutaron.
Por la noche les conté todo y le dije cual eran mis planes inmediatos. Ante todo localizar a César y romper con él definitivamente. No quería dejarme flecos atrás. Comenzaba una nueva vida y todo tenía que ser de nuevo cuño, sin ataduras y sin servidumbres. Iba a pasarme por el pueblo para aclarar algunas cosas y vender la casa de mi madre. Luego hablaría con mi tío y trazaría un viaje por Europa. Necesitaba entrar en contacto con algunas importantes ciudades. Cada vez me apetecía más dedicarme al urbanismo. Me atraía la evolución de la ciudad y el papel que tuvieron los grandes urbanistas y arquitectos en esa evolución. Sería una arquitecto –o arquitecta- que diseñaría ciudades, que colaboraría en las expansiones urbanas.
Tenía casi 24 años, un título de arquitectura en el bolsillo, una sed devoradora en cuanto al sexo y un coño que jamás estaba satisfecho. Tres mil millones de pollas me esperaban. No podría conocerlas todas, 0jalá, pero hasta que me sintiera agotada o ahíta, algunas iban a probar los estremecimientos de mi coño corriéndose, y, por supuesto, muchos otros coños sabrían valorar el arte y la dedicación que yo sabía poner cuando me volvía loca de deseo.
Todavía me resentía de la violencia sexual de Juan de Dios cuando, tres días después recibí dos llamadas telefónicas. Una de César, con el que corté rápida y expeditivamente. Era un cabrón que no había resuelto aún si explicarme o no lo de Nueva York y su complicidad culpable con ese grupo de sádicos y delincuentes. ¡A la mierda! La otra, de Juan de Dios invitándome a almorzar en Egaña Oriza. Decidí aceptar pero no asistir a la cita. No se por qué lo hice. Pero me salió así. A la hora en que me estaría esperando bajo la deliciosa cúpula de cristal plomado del restaurante, yo iba a estar follando con Cristina, mi Cristina, tan fiel, tan delicada, tan servicial y atenta durante casi cinco años de servirme lo mejor que podía sacar de ese antro que era el restaurante la Cibeles.
Unos días después del plantón a mi exprofesor, Cristina y yo salíamos para Edimburgo. Ella para perfeccionar su inglés dando clases o trabajando en hostelería. Yo, con las bendiciones de mi tío, para estudiar la evolución urbana de esa hermosa ciudad y entrar en contacto con un estudio que le hacía proyectos pilotos al grupo de arquitectos que trabajaban para Foster en Londres. Verdaderamente mi tío era un tesoro.
Pero todo lo que vino luego es ya otra historia. He querido dejar ahora solo el testimonio de mi iniciación al sexo, mi toma de conciencia como persona capaz de superar un entorno adverso y conseguir por elevación salir de él, mi agitada vida de estudiante, de una estudiante privilegiada, es cierto, pues viví experiencias inusuales, y mi salida de la Escuela tras vivir la última sorpresa de mi etapa como alumna, mi inesperado encuentro con mi otrora temido profesor.
Es cierto que desarrollé ampliamente mi experiencia sexual y que me fui convirtiendo en una mujer experimentada e insaciable. Y que he procurado dejar aquí constancia de algunas de los más interesantes sucesos de esos años. Pero también lo es que se quedaron muchos otros solo para mí y que los veinte años siguientes fueron mucho más apasionantes y también peligrosos. Pero hasta aquí he llegado ahora. No se si seguiré escribiendo, pero si lo hago, os prometo seréis los primeros en leerme. Gracias por haber tenido tanta paciencia conmigo y espero hayáis disfrutado aunque sea un poco de lo muchísimo que yo gocé viviendo lo que os he contado... y contándolo.       


ooo0O0ooo

NOTA DEL EDITOR


Daniela L.V. ('Lagartita') termina la carrera de arquitectura en septiembre de 1.983, cuando está a punto de cumplir  24 años pues nació el día 28 de octubre de 1.959. Precisamente en 1983, poco después de recibirse como licenciada nuestra heroína,  muere su madre y vuelve al pueblo para asistir a su entierro. Allí se reencuentra con Francis, su profesor de Historia del Instituto, al que se refirió en uno de los primeros capítulos, con el que intenta repetir la experiencia de Juan de Dios, pero no es posible. Francis le resulta más correoso de lo que esperaba y, aunque está con él en la cama, no logra seducirlo como quería. Se quedará pillada y comprobará que no todo es tan fácil. Vuelve a ver a Juan de Dios en Sevilla, se lo folla un par de veces y conoce a su mujer, a quien sí que seduce.
También va a participar en un episodio en el que Cristina, la camarera de La Cibeles con la que se fue a Edimburgo y que trabaja en un pub, le pedirá la llave de su apartamento de Princess Street para subirse allí a dos compañeros del Bar que se la quieren follar. Daniela se la deja pero se queda observando oculta en el gran armario del dormitorio y nos cuenta el suceso.
Rompe con César definitivamente y entra en contacto con Andreas, un arquitecto griego que la invita a Atenas y le da su primera oportunidad profesional: colaborar en el diseño de una casa de verano situada bajo el Templo a Zeus en el Xunión. La primera noche, tras cenar en el pequeño restaurante de la orilla del mar, en donde solían comer en sus tiempos  Sofía Loren, Niarchos, Mastroianni,  Onassis y muchos otros (lo vio en las fotos colgadas en sus paredes), Dana se lo folla y comprueba los gustos griegos clásicos pues Andreas se vuelve loco con su culo. Exclusivamente con su maravilloso, rotundo y satisfactorio culo.
Unos meses más tarde viaja a Noruega y pasa un mes en Bergen, estudiando arquitectura clásica de la Hansa. Presenta una comunicación en el Congreso Hanseático de Oslo y es fichada por un consejero de Leroi, famosa firma de construcción, promoción y diseño de París. Folla peligrosamente con el delegado japonés de la firma en la torre este de la catedral de Notre Dame.
Se sigue moviendo por Europa y ganando posiciones en su personal cursus honorum profesional: En Praga, en Mala Strana, conoce a un tabernero que le enseña los secretos de la cerveza y con el que tiene una rara aventura. Pasa por Viena y asiste a una ópera. En una fiesta de Gastronomía frente al Ratt Haus se folla a un australiano que le prepara unos magníficos solomillos de canguro. En Budapest contacta con su tío con el que almuerza en el lugar que, según éste, preparan el mejor gulash del mundo. Cuando deja a su tío, que la cita en Roma para cuatro días después, el cocinero que le guisó la carne le mostrará otras utilidades de la paprika en la misma cocina que antes le enseñó con cortés atención.
Tras su inmersión gastroerótica y antes de volar hacia Roma a la convenida cita con el hermano de su madre, aún tendrá tiempo de  meterse en la cama de la directora de un hotel de lujo, en una de sus mejores suites, frente al gran ventanal desde el que se divisan los diablos de bronce que protegen a la más imponente cafetería de la ciudad. En Roma la historia de Dana sufrirá una inquietante deriva pues no sin peligro sentará definitivamente las bases de su encumbramiento y éxito posterior.
Todo lo anterior, cuyo guión de trabajo he podido examinar, y lo que ocurre en su vida tras las experiencias romanas, espero pueda ser publicado algún día pues nuestra protagonista, absolutamente real, es bastante menos rigurosa y metódica a la hora de escribir que lo ha venido siendo a la hora de experimentar emociones sexuales. En todo caso, querido lector, creo que estoy en condiciones de asegurar que no pasará mucho tiempo antes de que lo que esperamos pueda ser publicado.      


© Guido Casavieja, 2011    
© Ilustraciones capítulo VII: Chencho Zocar