Tres asignaturas de mi último curso me tuvieron aquel verano de 1984 apartada del mundanal ruido. Mi camarera preferida del bar de abajo, Cristina, atendía mis almuerzos y cenas y, aunque el Cibeles no era precisamente un templo para gourmets, mis necesidades en ese aspecto estaban más que cubiertas. Maru estuvo a mi lado casi todo el tiempo. Cuando, embotada, tenía necesidad de salir a respirar aire libre, ella también me acompañaba cumpliendo a rajatabla mis instrucciones de no permitirme ninguna locura que entorpeciera mi objetivo de terminar la carrera en septiembre. El sexo casi lo tenía dominado por mor del pánico a tener que permanecer un año más en la Escuela con algún fleco que no consiguiera superar en los inminentes exámenes. Por otra parte, Maru, a la que seguía queriendo insobornablemente, casi todas las noches me daba lo que mi naturaleza demandaba sin demasiada virulencia, es cierto, pero su cuerpo seguía siendo mío y el cálido y almizcleño olor de su abultado coño era un perfume recurrente y tranquilizador que me acompañaba generosamente cada noche cuando conciliaba el sueño. ¡Cuantas madrugadas me dormí aquel verano con la nariz pegada a su vulva reposando mi cara sobre el tupido felpudo de su vientre, o con mi mano encerrada entre las pareces de sus grandes labios, húmedos y latentes! Cristina, ya casi al final, cuando faltaban menos de diez días para mi primer examen, tomó la costumbre de quedarse con nosotras cuando subía la cena, ya tarde. Una noche se quedó a dormir y, cuando se desnudó y dejó ver sus axilas peludísimas, sentí como una revelación inesperada, casi como un golpe en el estómago que me tuvo inquieta más tiempo del que yo hubiera querido. Pero no era ese el momento de indagar en esa dirección. Ni siquiera sabía como 'respiraba' mi cariñosa camarera. Así que lo dejé correr y continué enfrascada en mi objetivo.
El 28 de septiembre, justo un mes antes de cumplir los veinticuatro, recogí mi última papeleta con un notable: Dibujo y Diseño de 4º curso, un restillo envenenado que tenía a más de la mitad de la promoción detenida a pesar de haber aprobado el resto de las asignaturas de la carrera. Con la papeleta me entregaron en la conserjería de la Escuela un sobre cerrado del Departamento con mi nombre y la observación de 'confidencial' escrita en rojo en el ángulo inferior derecho. Cuando lo abrí encontré una hoja escrita a mano. "Enhorabuena por la calificación obtenida en esta materia. También por su recientísimo título de Arquitecto cuya solicitud debería cursar inmediatamente. Le ruego se persone en nuestro Departamento hoy mismo a partir de las cinco de la tarde". Y nada más. Solo el sello en color verde que tan bien conocía pues estaba en todos los pliegos de dibujo y folios de exámenes de esa asignatura. Por si las moscas, y siguiendo la consigna de la nota, pasé por secretaría y dejé formalizada .y pagada en una entidad bancaria cercana- mi solicitud del Título de Arquitectura. Ya podía presentarme ante mi tío, al que no veía desde mi aventura neoyorquina, aunque, naturalmente, ni un solo mes dejé de recibir con puntualidad exquisita la asignación que me permitía vivir y estudiar en Sevilla.
Cuando llamé a la puerta del despacho eran las seis en punto de la tarde. El otoño sevillano, más un prolongado y dulce verano entibiado por el sol menos agresivo y las primeras ligeras lluvias, sacaba lustre a la ciudad, la limpiaba de la pesadez calurosa de los días pasados. Me sentía ligera y optimista, y aunque liberada, llena de preocupaciones y expectativas. Aquella noche tenía una fiesta. La verdad es que dos: una, a partir de las nueve, con el grupo de los que decíamos adiós a la Escuela que nos había acogido durante cinco o seis años. Terminaría en algún tugurio de música ordeñacerebros tras las cervezas y tapas de rigor que trasegaríamos indefectiblemente por el turístico barrio de Santa Cruz. La segunda era más íntima. Había quedado con Maru y Cristina a las 12 de la noche en el bar en que trabajaba ésta última, el Cibeles. Se lo debía, a ambas. Luego, mañana, llamaría a mi tío para darle la noticia. Pero por el momento este sentimiento de satisfacción era solo mío. A ver que me querían decir en ese Departamento Pesadilla al que entraba ahora. No entendía nada y, si acaso, tenía un pequeño sentimiento de temor sugerido por todos los años en que había sufrido por causa de las materias que impartía.
"Adelante", escuché. Y abrí la puerta. No estaba la administrativa pero de uno de los despachos, el único abierto, se me volvió a repetir la orden: "Adelante, adelante. Entra, Dana". Y así lo hice. Tras la mesa estaba el catedrático de Dibujo y Diseño, Juan de Dios. Un 'hueso' al que más de uno había sentenciado a muerte, que mantenía una importante bolsa de estudiantes pendientes y que no se 'casaba' con nadie. Inhumano, decían que era. Y ahí estaba yo, la arquitecto recién terminada, vestida con un vestido ligero ante el inhumano, de gris claro y camisa negra sin corbata, con amplia sonrisa y señalándome el sillón que había delante de su mesa.
-Tengo aquí tu último examen, Dana. Creo deberías echarle un vistazo. La verdad es que no has logrado más que un tres y eso con buena voluntad. Míralo, por favor...
Lo tomé, abrí las hojas, comprobé los cálculos y los dibujos y me quedé atónita. Efectivamente era un final mediocre, un examen que, corregido por cualquier otro profesor, hubiera podido obtener un cinco o un seis, pero que para este que me miraba ahora divertido, no llegaba ni al tres que me había puesto. Me quedé mirándolo. En silencio. Me sostuvo la mirada con benevolencia y me preguntó directamente que si yo sabía la causa por la que me había aprobado facilitándome así el final de la carrera y la confección de la memoria preceptiva y que en pocas semanas debería entregar para revalidar el título que había pagado esa misma mañana. Sentí que el calor me llegaba a la cara y me ponía roja. Me faltaban dos milímetros para ponerme a sudar o a llorar o ambas cosas a la vez. No sabía que hacer. Me levanté y me despojé de la pequeña chaqueta torera de punto verde que tapaba mis brazos. Los hombros al aire y el escote bajo del vestido de seda que llevaba me proporcionaron un momentáneo alivio. Pero inmediatamente recordé que eso pondría al descubierto el abundante vello de mis axilas e hice amago de ponérmela otra vez. Pero solo amago, porque al levantar el brazo para meterlo en la manga, el profesor, mirando fijamente la pelambrera que dejé a la vista me pidió con voz rara, como caída, que no me la pusiera, que me sintiera cómoda y que, precisamente a él le encantaba que las mujeres no se depilaran.
- Disculpa la pregunta tan directa, Dana, pero dime, ¿tampoco te depilas el pubis?
Sin reflexionar le dije que no, que me molestaba hacerlo. Casi en seguida se levantó de la silla en que estaba tras la mesa de trabajo y me pidió nos sentáramos en los sillones del discreto rincón de recibir que tenía en un ángulo del despacho.
- En ese caso, si no te importa, acompáñame a la zona de estar, querida, por favor.